Nadie olvidará jamás la llegada de Orion a estas tierras. Su nave espacial, al rojo vivo y rugiente, descendió atronadora del cielo y se estrelló espectacularmente en las costas de Tyrr. Los habitantes de todos los asentamientos cercanos acudieron en tropel para ver de cerca el objeto del cielo. A medida que se acercaban, a través del humo y el fuego, una figura se elevó de repente en el aire por encima de ellos como un ángel plateado. Era Orion, con su traje espacial de metal perfectamente pulido brillando al sol, las llamas de su mochila de plasma ardiendo con los colores de otro mundo.

Desde su llegada, muchos han intentado ponerse en contacto con el extraño visitante: residentes locales, los Guardianes e incluso el propio emperador Engvar. Pero el alienígena con traje espacial ha mantenido un silencio prístino. Sin embargo, sus acciones hablaron por él: se unió a los Guardianes, prestándoles ayuda en sus misiones más imposibles, ayudándoles a arrebatar la victoria a una derrota aparentemente segura en muchas ocasiones.

A pesar de haberse convertido en un miembro indispensable del equipo, seguía siendo un completo misterio para todos. Sólo sabían una cosa con certeza: una vez a la semana, exactamente a medianoche, Orion volaba en órbita y regresaba al amanecer. ¿Qué hacía allí arriba? Nadie lo sabía.

Esta aura de secretismo dividía a la gente en dos bandos: unos veían a Orion como una amenaza, un espía de una raza lejana con planes de invasión; otros le adoraban, llamándole salvador y protector del planeta.

¡Oh, cósmico silencioso! ¡Revela tus secretos!