Peppy no recordaba a sus padres, ya que fue criada por su hermana, Jill, desde muy pequeña. Las dos chicas vivían solas en una vieja mansión abandonada, con hiedra trepando por las paredes y telarañas en todos los rincones. Cada mañana temprano, Jill se iba a trabajar, y prohibía terminantemente a su hermana pequeña que se asomara siquiera a las ventanas.

Los primeros años de confinamiento en casa no molestaron en absoluto a Peppy. ¿Por qué salir cuando hay tantas cosas interesantes dentro? La suave luz de los farolillos orientales, el aroma de los bollos recién horneados por Jill y... los libros. ¡Qué mundos tan fascinantes se abrían en las páginas de los polvorientos tomos que se pudrían en la mansión de los antiguos propietarios! Caballeros galantes y sus valerosas hazañas, nobles princesas que lo arriesgan todo por el amor verdadero... Todo era hermoso en estas historias, y al final siempre ganaba el bien. A menudo, cautivada por otro argumento apasionante, Peppy se ponía un vestido espléndido y posaba frente a un gran espejo antiguo. Primero, la sonrisa malvada de una villana maestra se extendía convincentemente por su rostro; luego, los ojos de cachorro de un alma inocente en busca de amor; después, blandiendo una vieja veleta que encontró en el desván como si fuera una espada o una varita mágica, brincaba esquivando enemigos invisibles. Así pasaron los años, Peppy creció y sus dotes interpretativas siguieron mejorando.

Finalmente, llegó el día en que la niña sintió un deseo irresistible de ver el mundo real más allá de los muros de la mansión. Esperó a que su hermana se marchara, escribió una nota, se puso sus mejores zapatos, cogió su fiel veleta y salió corriendo a la calle. Pero, ¿dónde están los príncipes y los carruajes? ¿Dónde está la risa y la alegría? ¿Por qué está todo el mundo triste por las calles, mendigando y llorando desesperadamente? El mundo ante los ojos de Peppy era muy diferente del de los libros...

Al momento siguiente, un escalofrío de horror recorrió su espina dorsal al ver entrar en la plaza del pueblo a un grupo de demonios montados en enormes y amenazadores caballos negros. Detrás de ellos, demacrados, exhaustos y atados con cadenas, caminaban los habitantes de Dominion. “No, el mundo no puede ser tan malo”, pensó Peppy, y con decisión se acercó a los monstruos y comenzó su actuación.

Con la boca abierta, los demonios contemplaron, embelesados, los destellos rosados de su veleta. Cada gesto y cada sonido de la actriz les llegaba al alma, y se veían completamente inmersos en el mundo que ella conjuraba. Y cuando el espectáculo llegó a su clímax, una nube de máscaras teatrales apareció de repente sobre las cabezas de los demonios. ¡Ta-da, el final! Pero en lugar de aplausos, sólo se oyeron golpes ahogados cuando los “espectadores” cayeron muertos de sus caballos. Peppy no se inmutó. Con el gesto de un mago, sacó las llaves de su bolso y quitó los grilletes a los prisioneros.

Así aprendió el verdadero poder de su arte. Ahora estaba lista para hacer que el mundo fuera como en las páginas de sus libros favoritos.