Quizá Fox tenía que haber nacido varón. La inquieta y obstinada alborotadora mantenía siempre en vilo a sus padres, y se escaqueaba constantemente de sus clases de costura y música, tan populares entre las demás jovencitas. Su madre y su padre acabaron resignándose a que era poco probable que vieran a su hija menor vestida de novia. ¿Quién en su sano juicio se casaría con una chica tan testaruda?

Para los estándares de su especie, Fox tampoco era una gran belleza: sus orejas eran demasiado pequeñas y su cuerpo no era lo suficientemente peludo. La chica era consciente de ello y por eso, como para compensar, se volvió aún más molesta para los que la rodeaban, armando jaleo con su terquedad y su comportamiento escandaloso. Al principio, las mujeres se reían de ella, pero pronto empezaron a darse cuenta de que, lejos de resultar desagradables para sus homólogos masculinos, las payasadas de Fox le granjeaban en realidad cierto respeto y apoyo. ¿Por qué? Porque nadie sabía manejar las armas como aquella chica traviesa. Diseñó y fabricó a mano al menos tres docenas de armas de pólvora diferentes y cañones autopropulsados. Desgraciadamente, como la patria de Fox no había conocido guerras en más de siete siglos, la única utilidad que la gente encontraba a sus inventos era rociar veneno antiplagas en sus jardines, provocar avalanchas y ahuyentar a los trolls de las montañas. Además, las armas de Fox nunca fueron tan populares como los artefactos de su hermana Annie. Annie superaba a Fox en todo y siempre le robaba el protagonismo. Excepto cuando se trataba de fabricar armas, claro. No se ocupaba de armas por principio, ya que consideraba que la fabricación de armas era un ámbito exclusivamente masculino, por no decir que carecía de sentido si no había guerra. Por ahora, al menos...

Una noche, toda la ciudad se despertó de su apacible letargo por un terrible estruendo y el olor a quemado. El rítmico golpeteo sacudía las calles, como si una enorme bestia pisoteara la ciudad aplastándolo todo a su paso. Y de hecho, eso es exactamente lo que era.

Los ciudadanos empezaron a correr presas del pánico, gritos y llantos llenaban las calles, las madres se apresuraban a proteger a sus hijos, y Fox se limitó a permanecer junto a su ventana, apretando sus pequeños puños. Ni siquiera se le ocurrió que su hermana Annie seguía roncando plácidamente en la habitación de al lado, sin oír nada gracias a sus tapones antirruido de nuevo diseño.

Algo estalló en la calle y varios árboles se vinieron abajo con un horrible crujido. La gente salía corriendo de sus casas con sus posesiones más valiosas, mientras otros ya se peleaban por los restos. Fox, por su parte, bajó tranquilamente las escaleras hacia su taller, silbando suavemente para sí una popular melodía local. Un rugido ensordecedor resonó en la calle y una casa situada a tres manzanas se derrumbó bajo el peso del monstruoso gigante. Una espesa nube de polvo llenó todo el vecindario, haciendo que los estruendosos pasos de aquella bestia mortífera fueran aún más espeluznantes.

Annie, aún profundamente dormida, se estiró un poco, se relamió dulcemente y rodó sobre su otro costado. Sus tapones se sujetaban con fuerza a sus oídos impidiendo que el más mínimo ruido perturbara el sueño de la chica.

Mientras tanto, Fox se puso los guantes, cogió un pesado cubo y echó en él un buen montón de extraño polvo negro. La casa de enfrente estalló en llamas de repente, cuando el monstruo rompió las tuberías de gas que con tanto cariño había fabricado Annie. “Este monstruo se lo está buscando”, pensó Fox, quitando la sábana de un extraño artilugio escondido en un rincón oscuro.

Cuando la intrépida muchacha salió de su taller, se encontró con el aliento caliente del monstruo en su mejilla. Con un par de movimientos hábiles, cargó la pólvora negra en el Stormbreaker, su último cañón superpesado, y apuntó. El monstruo emitió un chillido espantoso cuando la descarga desgarró su piel, causándole daños mortales en cuestión de segundos. Se aferró a su enorme estómago y se tambaleó, para finalmente desplomarse pesadamente justo en la casa de las hermanas.

Annie se despertó de repente, estornudando incontroladamente por la nube de polvo que se había levantado y desconcertada por los temblores que sacudían su cama. Miró a su alrededor y, a través de sus párpados entrecerrados, vio una escena surrealista: su ciudad en ruinas, una enorme criatura monstruosa tendida en la calle y los jubilosos ciudadanos agolpados fuera. Creyendo que todo era una fabulosa invención de su mente, estornudó una vez más y volvió a sumirse en un profundo sueño.

La noticia de lo que Fox y su poderosa arma habían logrado viajó mucho más allá de la ciudad y llegó a oídos del mismísimo emperador Engvar. Invitó a la valiente inventora a la capital y la asignó a un destacamento de valientes Guardianes. Por fin había un lugar en el que Fox podía utilizar su talento.