Cuando Thea era aún una elfa muy joven e ingenua, el destino le jugó una mala pasada. Esto les ocurre a menudo a quienes creen que la Luz sólo contiene el Verdadero Bien, y así se dejan engañar.

Thea se unió al Culto de Solaris, que obtiene su poder del culto a los Titanes de la Luz, con la esperanza de traer el bien al mundo y ayudar a los necesitados. Impresionable como todos los jóvenes, Thea se dedicó por completo a sus estudios con el Culto y no se dio cuenta de que poco a poco se iba convirtiendo en una fanática.

Como todos los fanáticos, impulsada por altos ideales y el deseo de cambiar el mundo, la joven elfa dejó que la crueldad y la destrucción entraran en su vida. En nombre de la Luz, el Culto cometió numerosos actos oscuros. El momento crucial para Thea fue cuando atacaron un pequeño asentamiento de vampiros seguidores del Culto de la Noche.

Aquel día luminoso, bajo el glorioso sol del verano, la tierra se empapó con la sangre de sus enemigos. Thea consideraba a sí misma la espada de la Luz justa y asestaba golpes mortales a diestro y siniestro sin detenerse ni un instante a pensar en lo que hacía. No fue hasta que su escuadrón hubo terminado su violenta purga que los ojos de la joven elfa se abrieron por fin. Allí, pisoteado en el suelo frente a ella y salpicado de sangre y suciedad, Thea vio un amuleto que contenía una piedra de color rojo sangre. A su alrededor yacían los cadáveres de aldeanos inocentes, con sus miembros destrozados sobresaliendo en ángulos antinaturales. Brasas humeantes, sangre y un silencio sepulcral...

La elfa no podía aceptar en qué se había convertido mientras servía al Culto de Solaris. Algo dentro de Thea se rompió, como si un reloj hubiera perdido un engranaje crucial, deteniendo el tiempo para siempre. Quizás aquel engranaje era su ingenuidad, o quizás era su orgullo.

Thea huyó directamente del claro, seguida por las miradas desconcertadas y los gritos de sus antiguos amigos. Huía del Culto, de la muerte, de la vergüenza y de sí misma. Corrió y corrió, sin prestar atención a dónde la llevaban sus pies, hasta que acabó en un bosque desconocido. Fue en ese momento cuando la Bestia la encontró.

Los horribles ojos del depredador parecían quemar el alma de Thea, que sintió que se le apretaba el corazón. La elfa echó a correr de nuevo con todas sus fuerzas, con los furiosos aullidos y golpes de la Bestia pisándole los talones. Thea sabía que si la Bestia la atrapaba, su vida habría terminado y nunca tendría la oportunidad de redimir sus pecados.

Las ramas azotaban la cara de la elfa mientras sus pies encontraban en agujeros y se enredaban en musgo centenario. Subiendo una colina, Thea perdió el equilibrio, tropezó y cayó de cabeza por un barranco. La Bestia aminoró el paso y comenzó a descender, viendo que su presa ya no podía escapar.

Tras aterrizar ilesa en el fondo del barranco, Thea se puso en pie de un salto y empezaba a buscar una salida cuando, de repente, vio a un cervatillo herido tendido cerca. Mirando a los ojos del animal, vio dolor y un grito que imploraba ayuda. En ese momento comprendió que ya no podía huir: tenía que proteger a los débiles del peligro. Esta era su oportunidad de redimirse de alguna manera.

Una paz repentina invadió el alma de Thea, que se volvió para enfrentarse a la Bestia y derrotar a las fuerzas del mal, en el mundo y en sí misma. La batalla fue agotadora, pero Thea consiguió salir victoriosa. Cuando su enemigo se desplomó sin vida pesadamente sobre la hierba, Thea, herida y exhausta, cayó a su lado.

La mente de la elfa estaba a punto de caer en el olvido cuando vio que el cervatillo herido se transformaba de repente en una hermosa mujer, cuyo nombre era Ingrid: la Emperatriz de la Arboleda Vieja. Resultó que toda aquella aventura de la Bestia, y la elección entre “salvar” o “huir”, había sido una prueba. Thea la había pasado y había demostrado ser digna. Ingrid curó las heridas de Thea y, sintiendo en ella el poder de la Luz y el deseo de hacer el bien, la invitó a convertirse en la Guardiana de la Vieja Arboleda.

Thea siempre había soñado con proteger, curar y cuidar este mundo y, además, estaba destrozada. Sintiendo la necesidad de expiar sus pecados y encontrar el perdón, la elfa aceptó con entusiasmo el voto de Guardiana y se sumergió en el entrenamiento.

Con la ayuda de Ingrid, Thea aprendió a aprovechar el poder destructivo de la luz “Blanca” y a transformarlo en luz “Verde” curativa.

Durante su entrenamiento, Thea se enamoró de Kai, que estaba excavando las ruinas del Santar orco y ayudaba a vigilar la Arboleda. Este joven elfo procedía de una familia humilde, pero era un individuo bastante narcisista. En una ocasión, estuvo a punto de morir mientras perseguía sus propios objetivos; sólo Thea pudo salvarlo, arriesgando su vida. A partir de entonces su relación se fortaleció, pero Kai, demasiado confiado, seguía cometiendo errores con frecuencia, y Thea, todavía agobiada por su sentimiento de culpa, intentaba rectificarlos.

Una vez que Thea hubo completado su entrenamiento y dominado por completo sus nuevos poderes, se dio cuenta de que para superar los demonios de la culpa que atormentaban su alma, no bastaba con seguir siendo la Guardiana de la Arboleda. La chica se unió a la orden de los Guardianes para proteger Dominion y detener el derramamiento de sangre sin sentido.