“¡Es tan terco, tan terco!”. Astrid se limpió la cara manchada de lágrimas con las manos sucias, dejándose unas ridículas rayas en las mejillas. “¡El rey de la ciudad de Ghirwil, cegado por su obsesión por el progreso y sus afanes científicos, ha olvidado por completo que la montaña es nuestro hogar! La naturaleza necesita nuestros cuidados. Y si mi propio padre no me hace caso, ¡tendré que hacerlo todo yo, sin ninguno de esos supuestos 'asesores' y demás aduladores!”.

Astrid se sentó enfadada entre las columnas que sostenían el techo del túnel y golpeó el suelo con el puño, molesta. Tratando de calmarse, cerró los ojos y se apoyó cansinamente en la fría pared. La sacó de sus cavilaciones un ruido en el pasillo oriental: pudo oír claramente el murmullo de varios drommers. Hablaban de un modo extraño, y el tema de su conversación era aún más extraño.

“No falta mucho para... para que comience el ritual... mmm... El Señor sabe que yo... ¡que hacemos todo lo que podemos!”, dijo una voz.

“¡Todo el día, todo el día... hemos estado implantando cristales en aquellos que no aceptaron a nuestro Señor de inmediato!”, susurró otro.

“No bastará con los drommers. Nos hemos hecho con una partida de animales. Están creciendo rápidamente y acumularán más energía antes del ritual que cualquier residente local”, dijo una tercera voz, la más fuerte y segura de las tres.

“¡Estoy listo... listo para implantar cristales en todos ellos! Cuantos más cristales implantemos, más sacrificios tendremos. Y cuantos más sacrificios tengamos, más energía podremos proporcionar a nuestro Señor”, murmuró de nuevo la segunda voz.

Astrid se puso tensa.

“Pero qué... ¿Qué Señor? ¿Por qué necesita sacrificios?” Su mente iba a mil por hora. “¿Y de qué clase de animales hablan? Apenas hay nada más grande que un topo en la ciudad de Ghirwil”.

La chica se levantó en silencio y siguió las voces, asegurándose de pasar desapercibida. Seguían murmurando excitados entre ellos.

“¡El rey caerá! Mmmaaa... mmm... Lo único que le espera es la locura”, se rio uno de ellos.

“Los maestros no ayudarán. ¡Se volverán todos locos, todos! Se volverán todos completamente locos”, susurró el siguiente.

Al oír hablar de su padre, las sienes de Astrid palpitaron de dolor y la cabeza le empezó a dar vueltas. Pensó con tristeza: “¡Papá, estás tan obsesionado con la ciencia que ni siquiera puedes ver una traición cuando pasa delante de tus narices!”. La muchacha siguió avanzando por el túnel hasta que éste se abrió en un amplio vestíbulo, lleno de clamor y bullicio. Cuando toda la escena quedó a la vista, Astrid se quedó boquiabierta.

Todo el espacio estaba lleno de jaulas que albergaban drommers de todas las edades y clanes. El terror en sus rostros era evidente. Uno a uno, los cautivos eran subidos a una plataforma donde los sectarios, claramente fanáticos, les clavaban grandes cristales de titanita en el cráneo con un martillo. Sus rostros se contorsionaban inmediatamente en una mueca y sus ojos se ponían en blanco. Unos segundos después, los ojos volvían a bajar con una mirada salvaje y enloquecida. Los drommers poseídos empezaban entonces a murmurar algo sobre cierto Señor. Astrid apartó la vista, incapaz de soportarlo por más tiempo, y sus ojos se posaron en una jaula que estaba ligeramente apartada de las demás.

Una bestia maravillosa se paseaba inquieta en su interior. Se parecía a un gato que la niña había visto en las fotos del Libro de los Cuentos. Verdadera guardiana de la naturaleza, Astrid sintió que su corazón se agitaba de compasión y decidió firmemente salvar a la criatura. Se acercó a las jaulas de los drommers y abrió las puertas de las más cercanas. Entonces llegó a la jaula con la bestia, pero al abrirla esta saltó inmediatamente; el animal, gruñendo y enseñando los colmillos, se volvió hacia ella agresivamente. Los cristales de la cabeza del depredador destellaron siniestramente mientras se preparaba para atacar. Retrocediendo, Astrid agarró la primera piedra que encontró y la lanzó contra el gato gigante. Un par de los cristales más grandes se desprendieron de la cabeza de la bestia, dejando escapar un extraño timbre triste al hacerlo; la bestia sacudió su desgreñada cabeza confundida, gruñó, lanzó una mirada a Astrid y luego echó a correr.

La muchacha corrió a abrir las otras jaulas, ignorando a los sectarios, que a esas alturas habían abandonado sus oscuro proceder y la perseguían. Los drommers rescatados estaban demasiado débiles para ayudar a su salvadora. Lo único que podían hacer era alejarse lentamente de sus captores. Los perseguidores de Astrid se acercaban a ella y pronto se vio atrapada sin salida.

“¿Así acabará mi vida?” —pensó—, “¿convertida en una chiflada como esas pobres almas con cristales saliéndoles de la cabeza?”. Astrid se preparó para su batalla final: ¡de ninguna manera dejaría que se la llevaran viva!

Justo en ese momento, se oyó un ruido procedente del túnel que llevaba a la sala. Se hizo cada vez más fuerte, convirtiéndose en un rugido ensordecedor, y un instante después la sala se vio inundada por una avalancha de dientes y garras que arrasaba con todos los fanáticos a su paso.

Cuando cesaron los gritos y aullidos, los gatos salvajes huyeron por donde habían venido, todos menos uno. El gato que Astrid había salvado se sentó a sus pies con aire despreocupado y empezó a relamerse.

“Eres mucho más amable de lo que parecías, ¿verdad?”, sonrió Astrid.

“¡Miau!”, respondió cariñosamente el animal.

“Necesitas un nombre. Mmm... ¿Qué tal Lucas? ¡Eso es! ¡Te llamaré Lucas!”, exclamó Astrid.

“¡Miau, miau, miau!” Respondió el gato, pareciendo aprobarlo.

“Gracias”, dijo de repente la chica en tono serio. “Si no te importa convertirte en mi nuevo amigo, te llevaré a conocer a mi padre, el rey Khornak. Tenemos mucho que contarle.

Si no es demasiado tarde...”, pensó Astrid mientras abandonaban la carnicería de la sala con su nuevo amigo trotando alegremente a su lado.