No recordaba cuántas veces había sustituido la primavera al otoño, y las aves migratorias y los gráciles rayos de sol que se posaban brevemente sobre sus poderosos hombros no conmovían su corazón de roca. Era una criatura de cuatro brazos tallada en piedra, una estatua esculpida por un artista desconocido y dejada en los bosques de Wilheim desde tiempos inmemoriales. Este gigante inmóvil, armado con lanzas, había llevado a cabo aquella tarea silenciosa durante décadas. Ni las feroces ventiscas, ni la lluvia torrencial, ni el viento helado que azotaba su espalda podían perturbar su paz. A veces estallaban guerras en las regiones cercanas, o algún viajero descuidado provocaba accidentalmente un incendio forestal... El rostro inmóvil del gigante de piedra nunca mostraba signos de interés o preocupación. Así pasaron los años, hasta que un día una muchacha, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados por el miedo, apareció de la nada y se desplomó, exhausta, a los pies de la estatua.

Su cuerpo estaba cubierto de cortes y magulladuras, y sus ropas estaban manchadas de sangre. Pero incluso en ese estado, era difícil no fijarse en la belleza de la desconocida: rasgos divinos, hermosos ojos castaños con espesas pestañas, figura respingona y manos delicadas.

Su cuerpo sin vida yacía en el suelo, rompiendo la serenidad habitual del bosque, mientras la estatua se alzaba sobre ella con perfecta indiferencia. La piel pálida de la desconocida, las salpicaduras carmesí en su vestido blanco... había algo surrealista en aquella escena, muy inquietante.

De repente, los párpados de la chica se agitaron y un hilo de sangre apareció en la comisura de sus labios. Sus labios ensangrentados forzaron un ronco susurro: “Letitia... Robert... la pequeña Jocelyn... ¡Mamá, mamá!” ¿Había empezado a llover? Un observador atento podría haber notado una sola gota rodando por la fría mejilla del guerrero inmóvil.

“Mi querido hogar, mi prometido... ¿dónde estás?”, continuó la voz quebrada de la desconocida herida, un único sonido sobrenatural en el silencio del bosque. “La Oscuridad ha destruido todo lo que amaba... y ahora quiere... mi alma...”

La enorme mano de la estatua se estremeció de repente, como si estuviera viva. ¿O es que la artesanía empieza a mostrar signos de envejecimiento?

Justo entonces, la majestuosa figura de una mujer alta vestida de negro apareció misteriosamente de entre los árboles.

“¡Ah, ahí estás, querida!”, dijo con una sonrisa burlona, dando un paso adelante. “La última superviviente de la escoria de Wilheim... bueno, el destino te ha deparado un final difícil, ¿no crees?”.

“Sylfide...”, graznó la chica, con un dolor atroz evidente en el rostro. “No importa cuántas de nuestras vidas y almas tomes, nunca estarás satisfecha, porque estás vacía por dentro... vacía... y llena de odio... el Engendro de la Oscuridad nunca queda saciado...”. Intentó levantarse del suelo, mirando a su atacante con feroz determinación, a pesar de la sangre que empapaba su vestido.

En el rostro de la mujer de negro apareció un ceño fruncido, y entre sus manos apareció un rayo negro, crepitante de energía.

“¡Perece, Luz!”, gritó, y clavó el rayo mortal en el pecho de su víctima con un horrible chisporroteo.

La muchacha salió despedida hacia atrás, salpicando de sangre el pálido mármol de la estatua, y se posó definitivamente en el suelo del bosque, con los ojos todavía muy abiertos por la conmoción y un enorme agujero negro en el pecho. Tenía los brazos abiertos y, en la palma de la mano, un colgante en forma de corazón con el nombre de “Dante”, descolorido por el paso del tiempo. La hechicera de la Oscuridad se enderezó y volvió a sonreír satisfecha. Cumplida su tarea, se dio la vuelta para marcharse.

De repente, una luz brillante salió de las armas en manos de la estatua, iluminando los oscuros alrededores del bosque. Se estremeció, sacudió la cabeza como si tratara de recordar algo y, a continuación, levantó rápidamente una de sus lanzas y la arrojó contra la asesina. La mujer de negro se giró asombrada, miró fijamente a su hasta entonces inmóvil atacante y luego bajó la vista para ver la lanza clavada en su pecho. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido antes de caer al suelo, soltando un suspiro mortal.

El guerrero de piedra, que experimentaba las sensaciones de los vivos después de tantos años de frío sueño, se inclinó sobre la muchacha muerta que tenía a sus pies y le acarició la cabeza. Luego le quitó el colgante de la mano, se enderezó y declaró al bosque que le rodeaba: “El dolor de otro me ha conmovido y me ha hecho revivir. Pero, ¿de qué sirve la vida si se utiliza para arrebatar la vida, los sentimientos y el alma de los demás? Mejor en ese caso ser una estatua de piedra. No sé quién era esa chica, pero vivirá dentro de mí a partir de hoy. A partir de ahora, me llamaré Dante, y me opondré ferozmente a cualquiera que se aproveche de los débiles e indefensos. ¡Me convertiré en protector de la Luz!”.