Kayla estaba contenta. Parecía la personificación de la juventud, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas, y emanaba frescura y vigor. ¿Qué era lo que la animaba tanto? Nada menos que el conde Noctus: galante, cortés, bien dotado y con un maravilloso, aunque algo oscuro, sentido del humor. La chica estaba completamente enamorada de él. Era una pena que la madre de Kayla no compartiera los sentimientos de su hija.

“No es el adecuado para ti”, decía con desaprobación, “no deberías seguir viéndolo”.

“¿Pero por qué, madre? ¿Qué tiene de malo?”

“Nuestra familia siempre ha venerado al Sol, y este conde tuyo claramente tiene inclinaciones diferentes”.

“¡Bah, eso son sólo prejuicios y supersticiones! Estas creencias son tonterías, ¡juegos de niños! Algún día me casaré con el conde de todos modos, ¡con o sin tu bendición!”

Y ese día había llegado. La pareja se casó en secreto en la capilla de la familia Noctus, un lugar bastante extraño, todo hay que decirlo. Pero Kayla parecía ajena a todo lo que no fuera ver a su amado; ni las rosas negras que adornaban el altar ni la sombría asamblea de figuras sin sonrisa vestidas con capas grises parecían molestarla. “¡Oh, detalles menores, trivialidades!”, se dijo a sí misma. “¡Lo importante es que estaré junto al hombre al que amo!”

Su noche de bodas fue magnífica. Velas, música, cortinas acogedoras... En brazos de su marido, Kayla se sentía tranquila y serena.

Al despertarse a la mañana siguiente, se encontró sola entre las sábanas arrugadas. Llamó a su amado, pero nadie respondió. La chica se levantó y miró a su alrededor. A la luz del día, la habitación no parecía tan romántica como la noche anterior: las velas caídas estaban cubiertas de siglos de polvo y los tapices de la cama y las paredes estaban apolillados y descoloridos. Pero la sorpresa más desagradable fueron las puertas cerradas de los dormitorios.

Al principio, Kayla esperó a que alguien viniera a buscarla. Pero a medida que pasaban las horas, empezó a impacientarse y a aporrear las puertas y a gritar pidiendo ayuda. Pero todo fue en vano.

Al cabo de un día entero, el conde regresó acompañado de varios sirvientes. Dieron a la mujer una bandeja con comida y una muda de ropa. Kayla miró fijamente a su marido. ¿Adónde había ido aquel hombre cortés, de humor sutil y ardientes discursos llenos de amor?

“Estás llamada a dar a luz a un niño que me pertenecerá a mí y a mis sacerdotes de la Noche”, dijo el conde en un tono frío y vacío. “Después del parto, quedarás liberada de las responsabilidades de madre y esposa”, continuó.

“Pero...” fue todo lo que Kayla consiguió decir.

“¿Está todo claro, mi querida esposa? Ahora, debes comer. Mi futuro heredero no debe pasar hambre”.

Las puertas se cerraron de golpe y Kayla volvió a quedarse sola.

Pasó siete largos meses encerrada de este modo. Al principio, se sintió atormentada por la desesperación, el miedo y el odio hacia el conde y hacia sí misma. Pero entonces las emociones se calmaron, dando paso a un frío cálculo. Durante los dos meses siguientes, día tras día, Kayla picó en secreto el pesado marco de la ventana con un clavo oxidado que encontró en un cajón, y por las noches soñaba con su futura hija: sentía que llevaba una niña en su vientre. También podía sentir cómo respondía la niña cuando caía el crepúsculo, revolcándose de alegría en su vientre.

“La noche no te llevará, Celeste”, susurró Kayla. “¡Verás el sol y te encantará! Y tú, madre, ¿puedes perdonarme?”, dijo mirando por la ventana.

Finalmente, un día, el marco de la ventana cedió, y el rayo de sol que cayó sobre la joven pareció decirle: “¡Persigue al sol para salvar a tu hija! ¡Deprisa!” Bajó por una cuerda hecha de ropa desgarrada, pero se cayó al final y se torció gravemente el tobillo. Cojeando y tropezando, corrió por el sendero cubierto de maleza. Estaba a punto de dar a luz y cada paso era una gran lucha para ella. Mientras tanto, el sol ya desaparecía tras el horizonte. ¡Tenía que seguirlo! La niña que llevaba en su vientre daba vueltas, se agitaba inquieta, sintiendo que Kayla se alejaba del castillo.

Atrapando un rayo de sol perdido en la palma de la mano, la muchacha volvió a oír aquella voz: “El sol es tu salvación. Corre hacia la puesta de sol, hacia el Acantilado Verde, para tener tiempo de bañarte en sus rayos”. Apretando los dientes, Kayla se precipitó hacia delante, corriendo con todas sus fuerzas, pero cuando llegó al acantilado los últimos rayos del sol se habían desvanecido casi por completo más allá del mar.

“¡Se acabó!”, pasó por su mente.

“Puedes volver atrás en el tiempo, hija mía. Sólo tienes que creer”, dijo una voz de mujer detrás de ella.

“¡Mamá!”. A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas. “¡Mamá, por favor, perdóname!”.

Levantó las manos al cielo y empezó a rezar. Por un momento no ocurrió nada, y luego, como un gran barco en llamas que resurge de las profundidades del océano, el sol comenzó a regresar lentamente al firmamento. Kayla cerró los ojos, dejando que la cálida luz la bañara, entregándose a la voluntad del sol. La hija que llevaba dentro se congeló por un momento y pareció encogerse de miedo. Pero poco después, tanto el feto como su madre sintieron que una profunda alegría inundaba todo el cuerpo de Kayla.

Cuatro días después, lejos del castillo de Noctus, Kayla se convirtió en madre de la encantadora Celeste. La carita sonrosada y regordeta de la recién nacida estaba enmarcada por rizos de pelo rubio, y sus ojos azules brillaban de amor. El sol había acudido en su ayuda, y la nueva madre estaba absolutamente radiante de alegría.

Pero si alguien hubiera mirado al bebé por la noche, habría visto sus ojos brillar de color escarlata, una amenazadora curva en los labios y un par de cuernos retorcidos asomando entre su pelo negro azabache. Pero no, no, ¿cómo puede ser? Debe de ser un efecto de la luz.